Por Waldemar Verdugo Fuentes
Premio Escrituras de la Memoria 2011
Consejo Nacional de la Cultura y las Artes de Chile.
Derecha: El grito, de Guayasamin.
Waldemar Verdugo Fuentes, en Ecuador. |
La llegada de noche a Quito es
impresionante, todo el camino abierto en la selva se ilumina en un instante,
los árboles, el cielo todo se cruza de luciérnagas que son miles de luces
envolviendo todo, y que terminan hermanándose con las que han instalado en la
ciudad que son puras luces encaramadas en plena cordillera de los Andes. La
capital de Ecuador es muy pequeña, pero como una de esas finas cajas de esmalte
donde las mujeres guardan sus cartas y que la convierten en sí en una minuciosa
y cuidada joya. Se siente el amor de los quiteños por su ciudad: el 6 de
diciembre es la fiesta de la provincia, que llega a ser más convocada que las
fiestas patrias. Entonces todos los vecinos del centro pintan sus casas,
invariablemente de blanco con ventanas y puertas azules. Es una de esas
capitales de América con unidad arquitectónica y fisonomía enteramente propia y
característica, sin dejar de ser un sitio que alberga lo colonial y lo moderno,
lo indígena y lo europeo. Esto se une al impacto que recibe el visitante con la
luz del día y todo el colorido del paisaje de la sierra ecuatoriana, donde está
Quito a 2800 metros de altura, en la ladera del Monte Pichiucha.
Sus muchas iglesias (cuyos
solos tallados han dado origen a varios libros) son otros tantos cofres
barrocos llenos de tesoros en pintura, imaginería colonial, altares y retablos
magníficos; el de la iglesia de la Compañía, por ejemplo, tiene 500 kilos de
oro fino en el dorado de sus solas columnas salomónicas. Por su riqueza
histórica es que se dice que Quito es "luz de América", como la
nombra el profesor e historiador Alfonso Godoy, quien nos cuenta que la ciudad
fue el centro del primer movimiento de tendencias autónomas y separatistas
ocurrido en América, en los albores de la Colonia: "Francisco Eugenio de
Santa Cruz y Espejo, hijo de humilde cuna, fue el verdadero precursor de la independencia
de América. Espíritu combativo, dotado de vasta erudición, teólogo y filósofo,
médico y abogado, político y literato, a finales de 1781, hizo circular
"El Retrato de Golilla", donde justifica y aplaude la rebelión que
promovió Tupac Amaru en el Perú en 1780. Indignado por esto el Presidente de la
Audiencia quiso confinarlo al Marañón, enviándolo como médico de la expedición
a la selva de Requena. El caudillo se detiene en Riobamba, hasta que en 1787 es
detenido y encarcelado por perturbar la paz pública, siendo enviado a pie a
Bogotá para ser juzgado por el Virreinato que estaba en Colombia. En esa ciudad
traba amistad con Antonio Nariño, a quien inicia en la obra de la campaña por
la independencia. Espejo tenía 42 años y Nariño, 29. Allí conoció también al
patriota quiteño Marqués de Selva Alegre, con quien dirigió un llamado a todos
los hombres de la Audiencia de Quito, para establecer un organismo de progreso,
de comprensión y patriotismo que debía llamarse la "Escuela de la
Concordia". Francisco E. de Santa
Cruz y Espejo volvió a Quito en 1790; un año después fue nombrado Secretario de
la "Sociedad Patriótica de Amigos del País", integrado por los nobles
de la Colonia, y el 5 de enero de 1792 publicó el número inicial de
"Primicias de la Cultura de Quito", el primer periódico que apareció
en la Audiencia. El 6 de septiembre de 1794, aparecieron en Bogotá
publicaciones subversivas contra las autoridades monárquicas; se descubre que
Nariño había traducido "Los Derechos del Hombre"; en octubre del
mismo año aparecen en Quito varios otros impresos sediciosos y sindican como
autor de ellos a Santa Cruz y Espejo y es detenido en enero de 1795 "por
cierta grave causa de Estado" y por "aficionado a las impiedades de
la Revolución Francesa". Muere ese mismo año, convirtiéndose este
ecuatoriano Francisco Eugenio de Santa Cruz y Espejo junto con los colombianos
Francisco Miranda y Antonio Nariño, en la trilogía de precursores de la
Independencia de América", termina el profesor Godoy, con su orgullo de
quiteño por sus mayores. Con él realizo un recorrido a pie por Quito antiguo.
De mañana muy temprano
visitamos "La Ronda", que es el barrio donde fue fundada la ciudad
por Sebastián de Benalcázar en 1534; el hecho quedó registrado en la crónica de
Pedro Cieza de León. Mirar los patios interiores de las casas del barrio es
trasladarse al pasado; las casas sólidas están adornadas con balcones
pletóricos de maceteros llenos de flores luminosas al sol. Las callecitas,
angostas y empedradas, reciben el impacto de la actividad moderna, a pesar de
que son pocos los autos que circulan por el sector central y menos los
colectivos. Llaman la atención los guardias de tránsito ubicados precariamente
en algunas bocacalles arriba de unas tarimas de madera. Todos guiando muy amables
a conductores y peatones. A pocas calles está el centro antiguo propiamente
tal, con la Plaza de Armas donde se encuentra el Palacio de Gobierno y la
Catedral. Acertados Decretos municipales han prohibido cualquier edificio que
no conserve el espíritu de las construcciones coloniales. Incluso los nombres
originales de las calles se mantienen: la "Calle Angosta" se cruza
con la "Calle de las Siete Cruces", que, como dice su nombre, muestra
a lo largo de pocas cuadras, siete cruces correspondientes a otras tantas
iglesias que abundan en el centro. Sin restar importancia a la Catedral, con
sus "cobachas" en la parte baja, esos pequeños almacenes donde se
vende de todo, es muy linda la iglesia y monasterio de San Francisco, con su
gran plaza empedrada en el frente, que le permite servir de sitio de reunión y
de actos al pueblo; por dentro, como en la mayoría de las iglesias quiteñas,
todo es dorado o plateado: paredes, techos, púlpito, altares, imágenes... fue
la primera obra arquitectónica de magnitud que se levantó en la ciudad, como
respuesta a los esfuerzos de un monje humilde y laborioso, Fray Jodoko Ricke;
se destinó a ello el terreno en que el inca Atahualpa había tenido un grupo de
moradas para su solaz. Comprendía una superficie de más de 30 mil metros cuadrados;
allí se construyeron tres iglesias, siete claustros, un hermoso atrio florido y
el dilatado atrio principal, armónico y en ubicación sobre el plano inclinado
del vasto recuadro de la plaza; la majestuosa austeridad de sus muros permiten
comparar este templo con El Escorial de España. Los interiores en que destella
el oro y la plata, y que también son la apoteosis del barroco, guardan tesoros
invaluables: cuadros de Miguel de Santiago y de Samaniego y esculturas de
Bernardo de Legarda y de Caspicara, Manuel Chili.
La Inmaculada de Legarda -una
de las creaciones más bellas del arte colonial americano- se halla en el
retablo mayor de la iglesia, acompañada de trabajos escultóricos de Caspicara,
perfectos. Un homenaje merece este Caspicara: ni la firma ni alguna señal
destinada a identificarle se encuentran grabadas en buena parte de las obras de
aquel indio quiteño del siglo dieciocho; así expresaba este artista su
humildad, a pesar de la cual vio crecer en su torno un colmenar de discípulos e
imitadores; su arte es tan universal en la maestría de su ejecución, como
cualquiera de las figuras que ha ido consagrando la historia de las artes
plásticas en el mundo; muchos de sus niños, Vírgenes, Cristos, Apóstoles,
santos y grupos religiosos esculpidos en madera estofada están dispersos en
templos de la sierra ecuatoriana y en museos públicos y colecciones privadas
del país. Es uno de los artistas más altos del barroco americano.
El antiguo esplendor de Quito
está presente siempre en estos interiores barrocos; el más espectacular es el
de la Compañía, con enormes cuadros quiteños muy valiosos y esculturas del
citado Caspicara. La portada y fachada de la Iglesia de Santo Domingo, con su
arco cincelado hasta la nimiedad del detalle, da la impresión de haber saltado
más bien de la seductora inspiración de un pintor, porque parece haber sido
realizada a pincelazos de tan fino el trabajo que es; con sus claustros de tipo
renacentista; con sus esculturas del padre Carlos y del toledano Diego de
Robles; con sus cuadros del primer pintor que tuvo Quito -el padre Bedón- en
que destaca especialmente aquel de la Virgen mestiza que ofrece la redondez
plena de su pecho al hijo recostado levemente en el regazo. El alto grado de
desarrollo cultural que tenían los habitantes prehispánicos de Quito se aprecia
muy bien en los museos, al observar ahí los tesoros arqueológicos expuestos:
joyas, cerámicas, imágenes, objetos de trabajo cotidiano y de guerra, todos de
una belleza y calidad invaluables.
De pronto sorprenden edificios
modernos que brotan sin estorbar el antiguo esplendor; en algunos casos son
construcciones novedosas como la Casa de la Cultura, redonda, cubierta de
vidrios-espejo que reflejan los edificios vecinos, produciendo un efecto que
recuerda los murales mexicanos. En los faldeos que rodean Quito se encuentran
los barrios residenciales nuevos; ahí se mezclan las casas de estilo con otras
ultramodernas, todas rodeadas de grandes jardines donde destacan las plantas de
arupos, arbustos rozados que antes de terminar el otoño ya están florecidos.
Durante poco más de un mes que
estuve en Quito he alojado en una de estas mansiones al final de la elegante
Avenida Amazonas, donde me ha recibido en su casa el embajador de Venezuela en
Ecuador, don Antonio Arellano Hernández y su familia; el historiador Arellano
Hernández, además de ser un verdadero amigo de sus amigos, ha rescatado con su
obra literaria importantes espacios de la cultura de Venezuela, amén de su
labor política que, por ejemplo, durante su desempeño en Chile lo llevó a ser
el representante diplomático más recurrido por los chilenos en una época en
que, durante el gobierno de Salvador Allende, apoyó a muchos chilenos sin medir
más allá de sus deseos de ayudar a un pueblo que estaba siendo asesinado por
los militares; le conocí en Santiago cuando en la Sociedad de Escritores de
Chile tuvimos que acudir en varias oportunidades a él para que recibiera en la
embajada de Venezuela como asilado a algunos escritores que estaban siendo
buscados por las fuerzas que acabaron con Allende y la Unidad Popular. En
algunas oportunidades el mismo Embajador se ocupó de salvar personas
entrándolas en su sede diplomática en la maleta de su propio automóvil con
inmunidad política. Y si recuerdo ahora esto, es para salvar una pincelada
histórica de la que fue protagonista en Chile el querido amigo Antonio Arellano
Hernández, la que unida a su trabajo literario lo ubica como una de las mentes
preclaras que ha aportado Venezuela al resto de América. En Quito, he tenido el
honor de ser su invitado, en un tiempo más calmado del que nos unió en amistad.
Esta residencia de ubicación privilegiada es
como un mirador hacia el valle; desde mi dormitorio puedo observar sin
problemas los cerros y volcanes que rodean Quito, y que son una de las
atracciones inmediatas de la ciudad. El más cercano que veo es el Pichincha,
que dio su nombre a toda la provincia. Más allá el Cayambe (5.900 metros sobre
el nivel del mar); veo el Lliniza y el Cotopaxi, en cuyos faldeos existe el
equipamiento necesario para ir a acampar. Los alrededores de la ciudad están
llenos de sorpresas. Viajando por tierra al norte llego a Cumbayá, Tumbaco,
Checa, pueblitos escondidos en la
inmensidad del valle, cada uno con enormes iglesias construidas para recibir una
multitud superior a sus escasos habitantes. Aquí la gente parece más tranquila,
se desplaza sin apuro a pie o en bicicleta, su ritmo de vida es diferente al de
la ciudad; han conservado de sus antepasados el orgullo en la mirada, las
formas de trabajar la tierra y el espíritu comunitario. En ciertas fechas
organizan las "mingas", donde los integrantes del pueblo trabajan por
un interés común: puede tratarse de la cosecha o de la construcción de la casa
de uno de los vecinos, quien, al terminar el trabajo, retribuirá con una gran
fiesta que se arrastra hasta el día siguiente, donde abunda el trago y la
comida.
Las comidas populares aquí
deben ser comentadas en forma especial, pero es tal la cantidad de información,
que nos remitiremos apenas a citar que lo más típico son los tamales y los
cebiches de camarones, de corvina o del marisco que llaman concha (parecido a
las almejas), pasado por jugo de tomate y limón. También consumen bastante la
carne de porcino, que preparan de diversas formas, generalmente frita y
acompañada de papas asadas con cáscara, distintos tipos de maíz chancado o
frito y unas salsas muy sabrosas a base de quesillo, huevo duro y ají de color.
El queso fresco es muy empleado; una de las formas como lo preparan es
enrollado en hojas de planta de achira, acompañado con pan de yuca, un
tubérculo similar a la papa. La bebida más popular es la chicha de morocho, que
es el jugo fermentado de un tipo de grano, muy suave al paladar pero de efectos
que pueden ser de antología.
En el camino entre estos
pueblos del norte de Quito se ven potreros dorados plantados de cebada y lomas
de todos los tonos del verde; veo aparecer las cúpulas de la iglesia de
Quinche, donde una vez al año se hace una procesión a la virgen más popular de
Ecuador, la Virgen llamada de Oyacachi, que consideran muy milagrosa. La
historia de esta divinidad se remonta al año 1591. Oyacachi es un minúsculo
pueblo encumbrado casi en los riscos gélidos de la Cordillera del Cóndor o
Tercera Cordillera Oriental de Los Andes. Está rodeado de una gran espesura de
montaña que lo protege, y regado por las aguas blanquísimas del río Sarkurco.
Ecuador desde los tiempos antiguos estuvo habitado por indios amazónicos, de
los que se sabe muy poco. A ellos se unieron grupos Quechuas y Aymaras, que
obligaron a los naturales a buscar refugio, precisamente, en Oyacachi, que,
desde entonces se mantuvo como bastión inexpugnable de los originales. En el
siglo XIV estaba ocupada por numerosos reinos, de los cuales el más importante
era el de Quito. Cuando Huayna Cápac sometió al reino quiteño (1478),
integrándolo al Imperio Inca en el Tahuantinsuyo, Oyacachi permaneció intocada,
por ser “refugio de la Virgen del Sol”, como simbolizaban los incas a la mujer
primigenia que era todas las mujeres y ninguna a la vez. También el Inca
Garcilaso en sus “Comentarios” se refiere a la inviolabilidad de Oyacahi. En
todo caso, en 1539, cuando Gonzalo Pizarro estaba en el gobierno, los
conquistadores que llegaron a Ecuador estaban más interesados en encontrar la fabulosa
ciudad de El Dorado, que en establecerse: no encontraban y seguían.
Singularmente, por los
curanderos herbolarios que recorrían América desde antes de la Conquista, se
sabía que en Ecuador los naturales podían ver siempre a la "madre" de
Dios, tradición que abonó el camino de la Virgen María a su llegada en la forma
de una talla de madera, “porque ya la Santísima desde antes se les había
aparecido a los del lugar en la solariega cueva y les había pedido que llevaran
una imagen de ella y la colocaran allí y la honraran” (“Comentarios”), “y ella,
a su vez, les correspondería librando al pueblo de las continuas asechanzas de
los osos, que entraban en sus chozas devorando a las criaturas.” Entonces, por
las “repetidas apariciones” en la cueva, “los Caciques prometieron a su
aparecida darle contento, y así estaba su ánimo, sin una imagen como la que se
les apareció en la cueva”. En particular, estos curanderos herbolarios de
América, hasta hoy día, mantienen la tradición de que todo lugar en que crece planta
de flor azul, es un sitio en donde se ha parado la Madre de Dios.
El caso es que, se narra, un
día de 1591, llegó a Oyacachi el artista imaginero español Diego de Robles,
radicado en Quito: traía consigo una imagen tallada de la Virgen, de vuelta de
una Capilla que estaba a una legua de Oyacachi, en el valle de Lumbicí, donde
le habían encargado la hechura. Habiendo llevado la imagen terminada para que
le pagaran su trabajo, los de Lumbicí se negaron, por lo que traía de vuelta la
imagen. Llegó a Oyacachi buscando unos trozos de cedro fino, y, al ver los
naturales la imagen, de inmediato, le dieron toda la madera que pudiera llevar
a cambio de la talla. Así fue como llegó la imagen, “que era como la Aparecida.
Porque ya antes había fijado allí sus ojos la dulce Señora, complacida de la
gente humilde de alma limpia que desde el incario vivía como escondida del
furor de la maldad de los afuerinos.”
Desde la llegada de la imagen a
Oyacachi, en 1598, permaneció hasta 1604, año en que fue trasladada a la
población de El Quinche. Durante los seis años de permanencia “tuvo por trono
una cueva natural, donde se había aparecido la Virgen, con un rústico altar
formado por una enorme piedra, desde donde prodigó su ternura y favores...” se
dijo que debido a la distancia desde Quito, las inclemencias del temporal de la
cordillera, la atrocidad de los pantanos, “todo movió para que la autoridad
eclesiástica pensara en trasladar la venerada imagen, que ya tenía muchos
súbditos, a un lugar más cercano y asequible.” El traslado se hizo con gran
solemnidad, “llevando de comparsa a más de cien indias de El Quinche que
vinieron por ella y algunos españoles; la sacaron con cruz y sobre todo la
vocería y aclamación ordinaria de estos naturales, teniendo aderezadas las estaciones
donde paraban, con colgaduras de doseles, cera y música con que la venían
festejando hasta entrar en El Quinche, y colocarla en la iglesia de aquel
pueblo, como el santo obispo lo había ordenado, y fue por el año 1604, el día
10 de marzo.”
Sin embargo, el verdadero
motivo del traslado era la enorme influencia pagana que ejerció la imagen entre
los del pueblo de Oyacachi, que se colmó cuando “una solemne superstición y
hechicería que el Gobernador de Oyacachi, llamado Luis de Quisinan, había publicado
entre sus indios en regocijo de una nueva casa que había edificado, ordenando
una general borrachera en que se hizo pública ofrenda en honra de la cabeza de
un oso muerto, que se puso sobre un altar a la entrada de dicha casa, adornada
toda ella de gargantillas y chaquiras, compuesta de distintas flores azules,
ceremonia infernal que ellos usan. Por lo cual, expresamente, el obispo Luis
López de Solís, con el consentimiento de la Real Audiencia, envió al Padre
Diego de Londoño por la imagen; porque se sabía que el Gobernador Quisinan
había mandado que indios e indias, chicos y grandes, se apercibiesen y sacasen
a vender la madera que tenían junta, para que lo producido de ella se ofreciese
en los días que duró la fiesta.”
En el “pueblo viejo”, llamado
así por los nativos, allí donde estuvo por seis años la imagen y había ocurrida
la aparición, “a raíz de la salida de la imagen, la gente se vio desamparada,
sin visitantes, sin esperanzas. La ausencia del sacerdote, que nunca más fue,
creó también un vacío que nadie pudo llenar. Y abandonaron su tierra y fundaron
el nuevo Oyacachi, a 14 kilómetros aguas arriba del río San Francisco, esto
sucedió por el año 1850”. En el “nuevo Oyacachi” la gente vivió de paso casi un
siglo, y también lo dejaron, conservándose todavía los paredones de un templo
de piedra laja y muchas paredes de casas que nunca terminaron de ser ocupadas.
Emigraron del lugar para situarse, al parecer definitivamente, en una
pequeñísima hoya, fría, pero con fuentes naturales de aguas termales
abundantes, más cerca aún de El Quinche, donde está la Virgen. Esto ocurrió en
1950. En la actualidad son 500 habitantes, que cada año en que se celebra la
festividad de su Virgen, son los más devotos y participantes, aunque la Señora
ya no está con ellos. Se dice que tanto en Oyacachi durante seis años, como en
El Quinche durante el tiempo restante, la Virgen ha prodigado y sigue
realizando milagros innumerables a sus devotos, ya que es su imagen que
recuerda la aparición la que obra los prodigios, y no el lugar. El 12 de julio
de 1992, luego de ver el sitio, el Papa Juan Pablo II, escribió en su Diario:
“Nos detenemos hoy en un gran templo que se encuentra en Ecuador, a unos 50
kilómetros de la ciudad de Quito, sobre la bella montaña llamada El Quinche, donde
desde hace cuatro siglos, el querido pueblo ecuatoriano recuerda a la
Virgen...”
Pasando Cayambe llego a
Otavalos, pueblo que se distingue por su mercado de paños artesanales de los
martes y sábados en la mañana. La feria al aire libre en la plaza del pueblo
sirve de punto de reunión a indígenas y potenciales compradores que vienen de
Quito, a unas dos horas, y de otros lugares. Aquí la artesanía es el personaje
principal: incontables tapices multicolores, canastos de todos tamaños y
formas, bolsos, chalecos, mantas, de los materiales más variados: paja,
toquilla, cabuya, totora, lana teñida con vegetales de la zona que les da
colores únicos. Los otavaleños, ellos con su trenza en el pelo que los
caracteriza y ellas siempre con sus niños en la espalda, se destacan porque son
de los pocos grupos indígenas que han conservado su tradición cultural, a pesar
de vivir en diario contacto con la civilización urbana, no han adoptado
indiscriminadamente usos y costumbres extranjeras. Ellos miran a los demás de igual
a igual y aún con cierto desprecio si no hablan la lengua española, tanto que
expulsan de la tribu y de sus tierras a quienes se casan o entran al servicio
del blanco. Han incorporado a sus costumbres algunas técnicas y usos, pero sin
renegar de lo que es de ellos; así mantienen su ropa tradicional, los amplios
pantalones blancos, los mantos azules, las hermosas camisas bordadas de las
mujeres... pero se educan en las escuelas y universidades "de
blancos", aprenden a usar las máquinas textiles, utilizan sus
computadores, piden o aceptan franquicias de igual a igual. Su pueblo,
Otavalos, es pequeño, de calles angostas y empedradas por las que corren raudos
los niños con su vestimenta autóctona pero con zapatos europeos o
norteamericanos. En cada esquina se pueden comprar jugos de lima o mandarina
para saciar la sed; más allá se tuesta maíz para la típica "fritada",
uno de sus platos que lleva carne de cerdo frita, tortillas de harina de maíz y
maíz cocido. La calle Cotacachi es famosa por sus cueros y sus artesanías;
pueden allí encontrarse desde un modesto par de sandalias hasta la más
sofisticada valija. En los talleres se ve a los otavaleños trabajando igual con
rústicas herramientas que con una moderna tijera, dando forma a sus productos
muy apreciados en Quito, donde se venden tres o cuatro veces más caros. El de
Otavalos es un pueblo digno e inteligente que seguramente seguirá vivo cuando
otros grupos humanos antiguos hayan desaparecido de la memoria de América.
Entre Cotacachi y San Antonio
está el lago Yahuarcocha, palabra indígena que significa "lago de
sangre"; la tradición cuenta que cuando los incas se apoderaron de la
sierra ecuatoriana, quisieron acabar con los indígenas autóctonos, entonces,
tras la guerra los cadáveres eran lanzados a las aguas del lago, las que muy
pronto tomaron el color de la sangre de las víctimas. Yahuarcocha es un lago
circular, no muy grande, en cuyas orillas crece fuerte la caña, que los
naturales aún talan para la fabricación de sus esteras, sus chozas y sus instrumentos
musicales. Más al norte, en el último tramo costero se encuentra la zona de
esmeraldas, donde veranean los quiteños. Esmeraldas es el nombre de una
provincia y de su capital, un pequeño puerto, al que rodean las playas de Same,
Súa y Atacámez, que son magníficas, con muchas palmeras y arenas doradas, donde
es posible pernoctar en cabañas construidas en la playa misma; el paisaje es
espectacular y las aguas muy cálidas. En Atacámez, el pueblo mayor después de
Esmeraldas, se trabaja artesanalmente el coral negro, que en bruto parece ramas
delgadas de árbol, pero que pulido y torneado adquiere la forma de aros,
collares, pulsera y artefactos en miniatura como cucharitas de todo uso. Desde
aquí el costo del pasaje aéreo de vuelta a Quito es muy económico y en no más
de treinta minutos de viaje: entrar a la ciudad por aire es una impresión
duradera porque uno se imagina que el avión se introduce montañas adentro
rogando que la precisión del piloto sea mayúscula para contarlo.
El pueblo que habitaba originalmente
Quito fue el de Caras, cuando se produjo la invasión de los incas. En general,
el hombre prehistórico ecuatoriano acusa influencias caribes, chibchas, mayas y
quechuas. Las tribus estaban organizadas en ayllus que, a su vez, formaban
confederaciones a las que los cronistas indígenas daban el nombre de naciones.
El imperio incaico del Perú inició su expansión hacia el Norte en la segunda
mitad del siglo XV. Tupac Amaru llegó hasta Quito, y Huayna Cápac completó la
conquista. En 1526, al morir éste último, dividió el reino entre sus hijos
Huáscar y Atahualpa, a los que asignó, respectivamente, el Cuzco y Quito. Los
dos hermanos estaban en una guerra cruenta por quitarse uno a otro el
territorio cuando irrumpieron los españoles. Luego de varios intentos sofocados
de rebelión, en 1822 el país se liberó definitivamente del yugo español por
obra de las fuerzas mandadas por el mariscal Sucre. Pasó después a formar parte
de la federación de la Gran Colombia (junto con Colombia y Venezuela), hasta
que, en 1830, se declaró independiente como República del Ecuador.
Actualmente, al Oriente de
Quito, en plena selva, varias son las tribus autóctonas que han logrado
sobrevivir, en general hostiles al hombre blanco; uno de los grupos más
notables es el compuesto por los jíbaros, los conocidos reductores de cabezas;
en el mercado de Quito venden cabezas pequeñitas que anuncian como verdaderas
cabezas humanas reducidas, y nombran “tsantsas”, una verdadera curiosidad
etnográfica que se disputan todos los museos; pero estos trofeos reflejan
hondas y oscuras condiciones del ser humano jamás cabalmente explicadas. Nunca
sometidos, los jíbaros a finales del siglo XX sumaban unos dieciocho mil,
subdivididos en grupos de 30 o 40 personas. Todos los miembros de un grupo ocupan
una sola choza común, de grandes dimensiones y fortificada. Son cazadores, pero
también practican la agricultura, sacralizada con ritos a la tierra. El jíbaro
es muy belicoso; su aguda sensibilidad conflictiva indica que la esencia de la
guerra forma parte indisoluble de su cultura, pero las causas de sus luchas son
incomprensibles para nosotros. La guerra entre ellos es provocada o auto
provocada por causas imaginarias y mágicas, se lleva a cabo con refinados
métodos de combate en la secreta selva, y no se agota con la muerte de algunos,
ni con la toma de la vivienda enemiga, ni con el exterminio del grupo oponente,
incluidos los animales domésticos considerados como copartícipes de la
hostilidad. El triunfo sólo se consuma con la cabeza del enemigo, cuyo corte se
festeja, pues con ella el vencedor se asegura una larga vida de riqueza y
éxitos guerreros, pues la tsantsa transmite al dueño la fuerza del muerto. Por
esta razón las más codiciadas son las cabezas de combatientes famosos por su
fuerza y belicosidad. El jíbaro es alegre, pero impulsivo y colérico; quizás
por eso prefiere vivir en viviendas separadas por largos trechos de la selva
para evitar peligrosos rozamientos. Las plumas de tucán con que se atavían, se
remplazan en la guerra con una capa de piel de mono.
Desde Quito, en un vuelo muy
rápido, hemos ido a visitar el pueblo de Vilcabamba, ubicado a 1500 metros de
altura, que surge entre grandes plantaciones de café y tabaco, y tiene una
particularidad: es un pueblo centenario, de longevos, que desde la década de
1970, cuando se iniciaron los estudios, ubican a los lugareños como uno de los
pueblos de la tierra con más alta longevidad, por lo que se ha vuelto ahora un
laboratorio natural para estudiar con calma los problemas de la vejez. Es un
pueblo donde cinco generaciones se sientan a la misma mesa; un anciano de 120
años sigue trabajando sin haber tomado jamás vitaminas y una mujer de 130 años
la mayor enfermedad que ha tenido es un resfrío: "que sufrí hace muchos
años atrás, tantos que ni me acuerdo". Al profesor Alexander Leaf,
gerontólogo de la Universidad de Harvard, USA, junto a su colega Harold Elrick
se le adjudica el mérito de este descubrimiento, junto a especialistas de la
Universidad de Quito, como el profesor Miguel Salvador. La prodigiosa edad que
alcanzan algunos vecinos (que viven en término promedio unos 110 años), se
debe, aparentemente, a una baja tasa de colesterol (120, cuando la tasa
promedio de un norteamericano es de 250), unida a otros factores del medio
ambiente que existe en Vilcabamba, que en idioma Quechua significa "Valle
Sagrado". Lo curioso es que según los cánones de la civilización actual,
el pueblo es subdesarrollado, tienen agua potable y electricidad sólo a partir
de finales de la década de 1980, cuando sólo también entonces cuentan con un
médico y farmacia, aún sin hospital. No utilizan relojes y el único horario que
respetan es el cósmico. Sus habitantes viven de acuerdo al sol y las estrellas;
se levantan al alba y se acuestan al crepúsculo. La principal labor que
realizan es agraria, cultivan el tabaco, que es su actividad principal; es
cierto que fuman más de la cuenta, sin embargo, el cáncer pulmonar es una
enfermedad que desconocen. Se dice que posiblemente el clima influye; las
variaciones de temperatura no pasan más allá de 5 grados, con una media anual
que fluctúa entre 21 y 26 grados centígrados, con una humedad del 67 por
ciento; se ha establecido que esta estabilidad climática influye en especial,
porque favorece la estabilidad del funcionamiento del aparato cardiovascular.
En su alimentación, principalmente consumen los productos de su tierra,
plátanos, caña de azúcar, habas, choclos o elotes, naranjas y mandarinas,
limas, maní, maíz, trigo, avena, yuca, uva y café, del que tienen grandes
plantaciones. Cultivan también con gran dedicación plantas medicinales como el
matico, al que atribuyen importantes cualidades. La carne resulta para ellos un
manjar extraño por lo difícil de conseguir; un cordero o un pollo se sacrifican
sólo para las muy grandes ocasiones. Los especialistas han determinado que un
centenario de Vilcabamba no consume más de 1.700 calorías diarias. Pero, en
general, hasta ahora es una incógnita cuál de todos estos factores, u otro
desconocido, es el causante de la longevidad de este conglomerado único por su
larga vida. Este es un pueblo que recuerda a la mítica Vilcabamba la Grande,
que desde el siglo XIX exploradores de todo el mundo han alimentado la
esperanza de encontrar por ser la capital que se cree albergó la resistencia y el
oro del Imperio Inca tras la llegada de los españoles a los Andes del Sur.
De vuelta a Quito desde
Vilcabamba, a la hora del mediodía, desde el avión vislumbro a la ciudad como
un cuadro pintado por Osvaldo Guayasamín, el más importante artista vivo de
Ecuador: un Quito de muros blancos y tejas rojas, entre una canasta de verde
frescor, de toda la pureza vegetal. He visitado un día a Guayasamín, que tiene
su taller ubicado en una de las laderas de la parte nueva de la ciudad. Nos
dice que se levanta antes de que salga el sol "para estar preparado con
mis pinceles y rescatar la primera luz que asoma por las montañas que custodian
a Quito." El glorioso Guayasamín, marcado por su origen campesino, de
padre indio y madre mestiza, nació el 6 de julio de 1919, nos dice que comenzó
a incursionar en la pintura a los seis años: -Mis primeros estudios
prácticamente los pagué con mis manos; pintando cosas que veía: chocitas de
indios, los animales, la naturaleza de la ciudad; los volcanes Cotopaxqui y
Chimborazo; vendía mis primeros cuadros en las calles de Quito, a dos sucres.
No sé hacer otra, sino pintar. Ahora, en los setenta años, trabajo más que
antes, nunca menos de doce horas al día, desde hace veinte años o más; antes de
joven no trabajaba tanto. Incluso durante todos los años que viví en México,
pintando al fresco con Orozco, no recuerdo que trabajáramos tanto. En los dos
años que recorrí casi toda América con mi pincel tampoco recuerdo haberme
planteado un horario tan férreo. Posiblemente la cercanía de la muerte le hace
entender a uno, finalmente, la importancia del tiempo. Tengo, además, otros
compromisos que requieren mi presencia, en especial el Museo y la Fundación que
toman finalmente forma aquí, al lado de mi casa, en unos 8 mil metros cuadrados
que doné para esta construcción. Constantemente están pidiendo de otros países
que realice alguna exposición, hay que revisar catálogos que están siendo
publicados, y siempre debo hacer un tiempo para estar con la familia y los
amigos, que en este momento de mi vida la amistad es algo muy valioso; es
agradable recibirte como escritor chileno, porque vienes de un país donde he
estado muy bien, pero lo es más porque llegas a mi hogar en compañía de nuestro
común amigo el embajador Arellano Hernández.
El maestro Guayasamín a los
ocho años ya pintaba óleos; a los 13 años entra en la Escuela de Bellas Artes
de Quito; a los 23 años obtiene el Premio Mariano Aguile con una tela de nombre
"Retrato de mi hermano". Luego se va a vivir a México donde frecuenta
a Pablo Neruda, entonces Cónsul de Chile y conoce a José Clemente Orozco. Nos
dice: "Llegué a México procedente de una larga gira por Estados Unidos,
donde expuse en algunos museos y logré vender varias telas. Con mis ahorros
decidí quedarme en México un tiempo. Guardo el más grande reconocimiento a este
país, aún cuando con los años me alejé de la influencia mexicana, en un tiempo
fue poderosa. En realidad, ahora pienso que la influencia de la pintura
mexicana llegó a todos los pintores latinoamericanos; en México surgen los
primeros pintores que vuelven la mirada para ver la América, lo que nosotros
somos, de dónde venimos, quiénes somos y hacia dónde vamos. Yo me dejé vivir
esa influencia, pero luego el sujeto que se mueve en mis cuadros es el mundo
que me rodea; es decir, el mundo de mi ciudad; hago los primeros cuadros de los
hombres y mujeres de Quito, que son los venidos del campo y la sierra. Pienso
que poco antes de 1950 realizo mis primeras pinturas cinéticas en que el tema
es mi ciudad."
Su primer cuadro cinético se titula
"Ecuador", y fue hecho para la exposición que presenta el maestro
Guayasamín en 1951 en Quito. Es un solo cuadro dividido en cinco partes que
colocadas en diferentes posiciones se puede observar igual desde diversos
ángulos. Se le ha querido también emparentar con el expresionismo alemán, se lo
pregunto y responde: "El expresionismo no es producto del pensamiento de
un país determinado ni de un grupo ni de una generación artística. Todos los
pueblos producen su expresionismo. Hay pinturas precolombinas en nuestra
América del Sur brutalmente expresionistas. He visto un muro de piedra en unas
ruinas del norte de Perú que simboliza unas cabezas cortadas y sangre que fluye
por los ojos y la boca. Por supuesto, me siento más cerca de este expresionismo
que brota en América que de aquel que surge en Alemania u otro país
europeo."
El maestro Guayasamín se ubicó
en la esfera internacional de las artes plásticas a partir de 1956, cuando
obtiene el primer premio en la Bienal de España. Guayasamín pinta y quiere que
el espectador comparta con él y con sus personajes el grito, la desesperanza,
el dolor de los más desprotegidos de América, que es su gran tema. Si uno se
deja llevar por la fascinación de sus pinturas y penetra en esos seres de ojos desorbitados
y manos huesudas e inmensas, es posible descubrir el alma sangrante de los
habitantes menos afortunados de nuestros pueblos. Pero, entiéndase, no existe
en sus obras el hombre resignado al dolor, el sufrimiento pasivo que se ha
querido ver generalmente en nuestra América: al contrario, sus personajes
rescatan el dolor de la rebeldía, están inflamados de rabia y jamás resignados,
sus gritos son la explosión de la rebeldía contenida. Son sus cuadros como un
despertar.
Y si su pintura es excepcional,
como escultor maneja formas abiertas de lenguaje sintético, planteando
innumerables posibilidades de interpretación ("ojalá tantas como personas
vean la obra"), que lo han llevado a los más diversos mercados
internacionales. Ligada a la escultura, está la joyería a la que el maestro
Guayasamín ha sabido imprimir un sello de hombre recio sin faltar la delicadeza
que este género requiere. También abarca su obra algunos murales en edificios
públicos de esta ciudad de Quito, pinturas y mosaicos que se integran
dócilmente en forma y contenido a la arquitectura y el paisaje urbano. Dice:
"Yo pienso que el creador de arte, en cualquier nivel, sea en poesía,
música, pintura o arquitectura es básicamente una antena. Una antena receptora,
emisora y potente, al mismo tiempo flexible de lo mejor de su tiempo y del
medio en que le toca vivir. Es corto mi tiempo, pero aquí estoy creando mi obra
que es también una manera de ofrenda a mi ciudad. Quito es la ciudad del
comienzo de mi vida y será mi ciudad del final de ella."
Comenzamos diciendo que una característica
de las personas en este punto de América es el amor que siente por su ciudad,
como lo expresa finalmente el maestro Guayasamín. Debo escribir que uno
entiende eso cuando ha estado en Quito, y debe despedirse, cuando sólo resta
decirle con nostalgia adiós.
Waldemar Verdugo Fuentes.Fragmento de "América de mis Amores"
VOLVER A BLOG RAIZ: http://waldemarverdugo.blogspot.com